Ciudad Juárez, Chih. Como cada viernes, a las 4 de la tarde la plaza de San Lorenzo reunió a un puñado de juarenses que han logrado vencer el miedo y el terror. Poco después empezó la Caminata contra la muerte. Esta vez, la marcha era la primera actividad del Foro Internacional contra la Militarización y la Violencia, por una Cultura Diferente. La manifestación había transcurrido en forma pacífica, y cuando llegaba a las instalaciones del Instituto de Ciencias Biomédicas, la avenida se llenó de camionetas de la Policía Federal. Uniformados de la unidad 12428 dispararon contra los participantes y una bala hirió de gravedad al estudiante de sociología José Darío Álvarez dentro del campo de la Universidad. La principal exigencia de los marchistas era la retirada de los federales y los militares de Ciudad Juárez, por proteger a los escuadrones de la muerte.
Ante el perfil de una mortandad que cada año rompe récords en el Valle de Juárez, Víctor Quintana acuñó el término juvenicidios. Los juvenicidios se multiplican hoy por todo el país. Las dos últimas semanas de octubre fueron pródigas en ejecuciones sumarias grupales de ese tipo. El 23 de octubre, un grupo de encapuchados vestidos de negro y con armas de alto poder llegó en un convoy de siete vehículos a una fiesta en la colonia Horizontes del Sur, acribilló a balazos a 14 jóvenes y dejó heridos a 20. Entre los muertos había ocho mujeres, una embarazada. Dos niños de siete y 11 años resultaron heridos. Vecinos denunciaron que tres minutos después de la matanza una patrulla de federales pasó por el lugar sin prestar auxilio.
Dos días después, otro comando ingresó al centro de rehabilitación para adictos El Camino, en Tijuana, Baja California, y fusiló a 13 internos. Un par de días antes Tijuana había sido elevada por Felipe Calderón a “ejemplo” de su guerra contra la criminalidad. El 27 de octubre, encapuchados provistos con rifles de asalto AK-47 y AR-15 asesinaron a 15 jóvenes en un centro de lavado de autos en Tepic, Nayarit. De las víctimas, 11 trabajaban en el lugar como parte de su rehabilitación en el Centro Alcance Victoria AC. Esa noche, en el barrio de Tepito, Distrito Federal, tres sujetos acribillaron a seis jóvenes. Según el procurador capitalino, Miguel Ángel Mancera, los homicidios se dieron en un área de “alta complejidad”.
Tras la última matanza grupal en Ciudad Juárez, Gustavo de la Rosa Hickerson, visitador de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Chihuahua, responsabilizó a grupos de vengadores anónimos. A raíz de la aparición sin vida de una mujer que había confesado en un video ser cobradora de una banda de extorsionadores y fue “escarmentada”, De la Rosa escribió en un diario de circulación nacional que “personas civilizadas y honorables”, incluso algunos “funcionarios de gobierno”, le dijeron que “eso es lo que hay que hacerles a los delincuentes”. ¡Matarlos!
“A la basura social hay que tirarla al caño”, dice De la Rosa que le dijo uno de ellos, en tácita alusión al accionar de grupos ilegales, civiles y gubernamentales, que hacen justicia por propia mano. Por esa vía, el Estado abdica de su responsabilidad de impartir justicia e investigar delitos para llegar al nivel de la barbarie de los criminales que dice combatir, en un país, México, donde según el artículo 22 de la Carta Magna está prohibida la pena de muerte.
En septiembre pasado, el Senado solicitó al Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), informes sobre la existencia de escuadrones de la muerte. Según el senador Ricardo Monreal, grupos de “paramilitares adiestrados” actúan al margen de la ley con complicidad, reconocimiento o tolerancia del Estado mexicano. Afirmó incluso que algunos gobernadores y empresarios tienen grupos de exterminio o de limpieza social, que seleccionan como grupos de elite para librarse de potenciales extorsionadores y secuestradores.
El Frente Nacional Contra la Represión denunció que durante 2010, de los 7 mil homicidios contabilizados en Ciudad Juárez, más de la mitad fueron de jóvenes pandilleros e infractores menores, por lo que, más que una guerra entre cárteles o pandillas (Calderón dixit), lo que rige es una “limpieza social”. La hipótesis del exterminio de jóvenes considerados “desechables” es avalada por Rosario Ibarra, presidenta de la Comisión de Derechos Humanos del Senado, quien citó una matanza de 17 personas en una quinta de Torreón, Coahuila, durante “una fiesta lésbico-gay” en julio. Otro caso reseñado por la veterana luchadora fue la exhumación de 51 personas de una fosa clandestina en el municipio de Juárez, Nuevo León, que reunían un rasgo particular: todos estaban tatuados, lo que respaldaría la teoría de la limpieza social.
En ese contexto, el 3 de octubre surgió en Morelia, Michoacán, un grupo autodenominado Pelotones Omega. En un volante de presentación firmado “en el nombre de Dios” por el “Comandante Miguel”, se advertía que comandos de ajusticiamiento, adiestrados, concientizados, adoctrinados y pagados por ciudadanos, empresarios y propietarios rurales michoacanos, ejercerán la “justicia divina” contra políticos, gobernadores, militares, jueces, comandantes policiales y empresarios cómplices de narcotraficantes y otros grupos criminales. Según la Biblia, la lacra, la escoria de la sociedad no merece el perdón de Dios y tampoco el de los Pelotones Omega, dijo en su escrito el “Comandante Miguel”.
Por pura coincidencia, tal vez, a mediados de octubre, la consultora texana Stratfor divulgó que empresas estadunidenses de contratistas de seguridad privada, integradas por milicias de mercenarios cuyos métodos quedaron evidenciados en Afganistán e Irak, al perder su negocio en esa región, están presionando a Barack Obama para que gestione ante Calderón la apertura del mercado mexicano. Se entiende por qué, en Juárez, pugnan por una cultura diferente.
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