lunes, 22 de agosto de 2011

El terrorismo de estado norteamericano amenaza la humanidad e impide la paz

Posted by Proyecto Ambulante


La humanidad enfrenta la más grave crisis de civilización de su historia. Ella difiere de otras, anteriores, por su carácter global, que afecta la totalidad del planeta. Es una crisis política, social, militar, financiera, económica, energética, ambiental, cultural.

En los últimos dos siglos el ser humano realizó conquistas prodigiosas. Si tales fueran puestas al servicio de la humanidad, permitirían erradicar de la Tierra el hambre, el analfabetismo, las guerras, abriendo las puestas a una era de paz y prosperidad.

Pero no es eso lo que tiene lugar. Una minoría insignificante controla y consume los recursos naturales existentes y una abrumadora mayoría vive en la pobreza o en la miseria.

El fin de la bipolaridad, después de la desintegración de la URSS, permitió a los Estados Unidos adquirir una superioridad militar, política y económica enorme, que empezó a usar como instrumento de un proyecto de dominación universal. Las principales potencias de la Unión Europea, principalmente el Reino Unido, Alemania y Francia, se han hecho cómplices de esa peligrosa política.

Incapaz de encontrar solución a la crisis de su modelo –inseparable de la desigualdad social, de la sobreexplotación del trabajo y del agotamiento gradual de los mecanismos de acumulación-, el sistema de poder que tiene su polo en Washington concibió y aplica una estrategia imperial de agresión a pueblos del llamado Tercer Mundo.

En los últimos sesenta años más de de treinta millones de personas han muerto en guerras llamadas de baja intensidad, promovidas por los Estados Unidos y sus aliados. Algunas particularmente brutales, definidas como «preventivas» contemplaron el saqueo de los recursos naturales de los pueblos agredidos.

Reagan creó la expresión «el imperio del mal» para designar a la URSS al final de la guerra-fría. George Bush padre vulgarizó el concepto de «estados canallas» para satanizar a países cuyos gobiernos no se sometían a las exigencias imperiales. Entre ellos incluyó a Irán, Corea del Norte, Libia y Cuba.

En septiembre de 2001, después de los atentados que destruyeron el World Trade Center y demolieron un ala del Pentágono, George W. Bush (hijo) utilizó el choque emocional provocado por ese trágico acontecimiento para desarrollar una estrategia que hizo de la «lucha contra el terrorismo» la primera prioridad de la política estadounidense.

Una gigantesca campaña mediática fue desencadenada, con el apoyo del Congreso para crear condiciones favorables a la implantación de la política defendida por la extrema derecha. Según Bush y los neocon, «la seguridad de los Estados Unidos» exigía medidas excepcionales en la esfera internacional y en la interna.

Explotando la indignación popular y el miedo, los grandes periódicos, las cadenas de televisión, las emisoras de radio, apoyaron iniciativas como el Patriot Act, que suspendió derechos y garantías constitucionales, legalizando la práctica de crímenes y arbitrariedades. La irracionalidad contaminó el mundo intelectual y hasta en universidades tradicionales fueron despedidos profesores progresistas. También se prohibieron libros de autores célebres.

La campaña adquirió rápidamente un carácter de cacería de brujas, con persecuciones masivas a musulmanes. Una ola de anti-islamismo barrió los Estados Unidos, con la complicidad de los grandes medios. El Congreso legalizó la tortura.

En el terreno internacional, el pueblo de Afganistán fue la primera víctima de la «cruzada contra el terrorismo». Los Estados Unidos, bajo el pretexto de que el gobierno del mullah Omar no le entregaba a Bin Laden -declarado enemigo número uno de Washington- invadió, bombardeó y ocupó aquel país.

Después de una campaña de desinformación de ámbito mundial, siguió el turno a Irak. El gobierno de Bagdad fue acusado de acumular armas de exterminio masivo y, por lo tanto, de amenazar la seguridad de los Estados Unidos y de la humanidad. La acusación era falsa, como se probó más tarde, y los Estados Unidos no lograron obtener el apoyo del Consejo de Seguridad. Pero, ignorando la posición de la ONU, invadieron, vandalizaron y ocuparon el país. Inicialmente contaron tan solo con el apoyo del Reino Unido.

Crímenes monstruosos fueron cometidos en Afganistán e Irak por las fuerzas de ocupación. La tortura de prisioneros en el presidio de Abu Ghrabi asumió proporciones de escándalo mundial. Quedó probado que el alto comando del ejército y el propio Secretario de defensa del momento, Donald Rumsfeld, habían autorizado esos actos de barbarie. Sin embargo, la justicia norteamericana se limitó a castigar con penas leves a media docena de torturadores.

Simultáneamente, miles de civiles, acusados de «terroristas» (muchos nunca habían siquiera portado un arma) fueron llevados a la base naval de Guantánamo, en Cuba, y a cárceles de la CIA instaladas en países de Europa del Este.

Las Naciones Unidas no solamente ignoraron esas atrocidades sino que acabaron dando su aval a la instalación de gobiernos títeres en Kabul y Bagdad, y al envío allí de tropas de muchos países. En el caso de Afganistán, la OTAN, violando sus propios estatutos, participa activamente, con 40.000 soldados, de la agresión a las poblaciones. Decenas de miles de mercenarios están involucrados en esas guerras.

En ambos casos, Washington sustenta que esas guerras preventivas representan una contribución de los Estados Unidos a la defensa de la libertad, la democracia, los derechos humanos y la paz, y fueron inspiradas por principios y valores éticos universales. El presidente Barack Obama, al recibir el Premio Nobel de la Paz en Oslo, defendió ambas ideas, en un discurso farisaico, como servicio prestado a la humanidad. Eso, en el momento en que decidía enviar 30.000 soldados más a la hoguera afgana.

Tales son los hechos. Presentándose como líder de la lucha mundial contra el terrorismo, el sistema de poder de los Estados Unidos hace hoy del terrorismo de Estado un pilar de su estrategia de dominación.

La creación de un ejército permanente en África – el Africom –, los bombardeos de Somalia y de Yemen, la participación en la agresión al pueblo de Libia, se insertan en esa política criminal de irrespeto a la Carta de la ONU. Pero la ambición de poder absoluto de Washington es insaciable.

Irán, por no capitular ante las exigencias del sistema de poder hegemonizado por los Estados Unidos, hace años es blanco permanente de la hostilidad de ese país. Washington añora al gobierno vasallo de Reza Pahlevi y codicia las enormes reservas de gas y petróleo iraníes.

La campaña de calumnias, apoyada por los medios, incansablemente repite que Irán enriquece uranio para producir armas atómicas. La acusación es gratuita. La Agencia Internacional de Seguridad Atómica no logró hallar indicio alguno de que el país esté utilizando sus instalaciones nucleares con fines militares. El presidente Ahmanidejah, de acuerdo con Brasil y Turquía, además, en demostración de buena fe se propuso enriquecer el uranio en el exterior. Pero esa propuesta fue rechazada por Washington y sus aliados europeos.

Sobre las armas nucleares de Israel, obviamente, ni una palabra. Para los Estados Unidos, el estado sionista y neo fascista, responsable de monstruosos crímenes contra los pueblos del Líbano y de Palestina, es una democracia ejemplar y su mejor aliado en el Medio Oriente.

El agravamiento de las sanciones que se proponen estrangular económicamente a Irán se hace acompañar de declaraciones provocadoras del presidente Obama y de la Secretaria de Estado Clinton, según las cuales «todas las opciones continúan abiertas», incluyendo la militar. Periódicamente, influyentes diarios divulgan planos de hipotéticos bombardeos de Estados Unidos o de Israel a Irán, que no excluyen el recurso a armas nucleares tácticas. El objetivo es mantener la tensión en la guerra no declarada contra un país soberano.

Lamentablemente, una parte importante del pueblo de los Estados Unidos asimila las calumnias anti iraníes como verdades. La mayoría de los estadounidenses desconoce la gravedad y complejidad de la crisis interna. La reciente elevación del techo de la deuda pública de más de 14 billones de dólares a 16 billones – total superior al PIB del país – es, además, reveladora de la fragilidad del gigante que impone al mundo una política de terrorismo de estado.

Mientras tanto, el discurso oficial, invocando a los «padres de la patria», insiste en presentar a los Estados Unidos como el gran defensor de la democracia y de las libertades, como el país dotado de la vocación de salvar la humanidad.

La manipulación de la información y la falsificación de la historia no serían posibles sin el control de la mayoría de los medios de comunicación social por parte del gran capital, sin el control de los medio audiovisuales por el sistema de poder imperial. Un instrumento importante en esa política es la exportación de la “contra cultura” de los Estados Unidos, país -regístrese- donde la misma coexiste con la cultura auténtica.

La televisión, el cine, la prensa escrita y hoy sobre todo Internet, cumplen un papel fundamental como difusores de esa contra cultura que en los países industrializados de Occidente en los últimos años alteró profundamente la vida cotidiana de los pueblos y su actitud ante la existencia.

La construcción de hombres y mujeres formados se inicia en la infancia y exige una ruptura con la utilización tradicional del tiempo libre. La convivencia familiar y con los amigos es hoy sustituida por ocupaciones lúdicas frente a la TV y a la computadora, dando prioridad a los juegos violentos y a películas que difunden la contra cultura, con ventaja para las que hacen la apología de la Fuerzas Armadas de los Estados Unidos.

La contra cultura actúa intensamente en el terreno de la música, la canción, las artes plásticas, la sexualidad. La contra música que entusiasma hoy a multitudes juveniles es la de extraños personajes que gritan y gesticulan, exhibiendo ropas exóticas en gigantescos palcos luminosos, en una atmósfera ensordecedora, en abstracta rebeldía contra el vacío.

Por su parte, el periodismo se degradó. Transmite la imagen de una falsa objetividad para ocultar que los medios al servicio del engranaje de poder insisten, pocas excepciones aparte, en justificar las guerras norteamericanas como «cruzada anti terrorista» en defensa de la humanidad, porque los Estados Unidos, nación predestinada, batallarían por un mundo de justicia y paz.

Es justo señalar que un número creciente de ciudadanos norteamericanos denuncian esa estrategia de poder, exigen el fin de las guerras en Asia y luchan en condiciones muy difíciles contra la estrategia criminal del sistema de poder. En estos días en que se multiplican las amenazas a Irán, es mi convicción que la solidaridad con su pueblo se convierte en deber humanista para los intelectuales progresistas.

Visité Irán hace cinco años. Recorrí el país de Chiraz al Mar Caspio. Escribí sobre lo que vi y sentí. Tuve la oportunidad de verificar que es falsa y calumniadora la imagen que los gobiernos occidentales difunden del país y su gente. Independientemente de mi discordancia de aspectos de la política interna iraní -particularmente los referentes a la situación de la mujer- encontré un pueblo educado, hospitalario, generoso, amante de la paz, orgulloso de una cultura y una civilización milenarias que han contribuido decisivamente al progreso de la humanidad.

Para mí Irán encarna muchos valores eternos de la condición humana. Sin duda alguna, muchos más que los que pueda guardar la sociedad norteamericana, cada vez más robotizada, además.

Porto, Portugal, 10 de Agosto de 2011
www.odiario.info



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